se oía el latido de su corazón,
cubríanle el cuello los rizos castaños
y toda temblaba de miedo y de amor.
¿Quién tuvo la culpa? La noche callada.
Ya iba a despedirme. Cuando dije «¡Adiós!»,
ella, sollozando, se abrazó a mi pecho
bajo aquel ramaje del almendro en flor.
Velaron las nubes la pálida luna...
Después, tristemente, lloramos los dos.
Rubén Darío
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